Mejor no hablar...de ciertas cosas

Era el momento típico de los que trabajan en un campo. Una de esas conversaciones en las que se suelen meter las personas casi cuando ya no queda mucho para hablar. O quizá no, por ahí alguno de ellos terminó orientando la cosa hacia el punto al que quería llegar, pero sin contemplar que lo que no se elige es como termina el tema, quién interviene y quién le pone el final.


Era sábado, y todavía no habían cobrado la quincena, les pagaban el martes. Algunos pesos habían guardado; ya sabían que como era el segundo sábado de esa quincena no iban a ir al pueblo, cuestión que era religiosa entre ellos, porque el momento de salir a gastar era cuando se tenía el bolsillo más lleno. Habiendo salido el fin de semana anterior a mostrar billete, era por eso que habían tenido esa prevención, otra costumbre, porque algo tenían que tomar cuando se juntaban en la casilla de noche.


Había sido pesada la labor del día. Habría sido más dura para cualquier persona que no está acostumbrada, pero estos ya casi ni sentían los dolores por estar todo el día agachados juntando papas. Asíque se merecían un momento tranquilo, para hacer lo que a otro ser humano le resulta común y de todos los días, comer bien y hablar con sus pares. Pero no sólo era bravo el trabajo por el esfuerzo en si, sino también porque los hacían trabajar mucho más de lo que debían, dicho claro: los explotaban. Esa era la diferencia con cualquier otra persona, que ellos trabajaban en un campo y eran del interior, cuestión más que repetida en el rubro agrícola, la del patrón que paga poco por mucho que se trabaje, sin hablar del aprovechamiento ante la necesidad de trabajo de la gente provinciana y poco instruida.


Sucedió un 3 de agosto. Se habían extendido entre vinos y cervezas, entonces ya era domingo y era 4. No había quedado casi nada para tomar, apenas una caja de vino blanco por la mitad, y el único que lo tomaba era José, el santiagueño, los otros se inclinaban al tinto o la cerveza. Pero ya no quedaba nada por lo que inclinarse, habían bebido lo que tenían. Entonces dijo Manuel, uno de los tres correntinos que completaban aquella reunión de a cuatro:


- Habrá que traer la cañita para pasar el frío…
- Traiga nomás, amigo, que le haremos un lugar-. Dijo Felipe, el coterráneo del que hacía la propuesta, mientras los otros dos soltaban sus carcajadas junto con Sixto, el tercero de Corrientes que completaba el grupo.


Caña con ruda fue a buscar a la alacena que tenía la casillita. Les había quedado desde el primero de mes, cumpliendo con esa tradición de los del norte y el litoral, que dice que hay que preparar unos días antes del primero de agosto una botella de caña a la que se le pone ruda y se la deja reposar. El primero a la mañana bien temprano, cada uno, en ayunas, había bebido un trago de aquella fuerte poción, que según dicen es para ahuyentar los males y enfermedades del invierno.


Ya habían hablado de cómo estaba el campo, del trabajo, la familia, y no había faltado la recurrente crítica en voz baja al patrón y al salario. Hasta que se pusieron místicos. Comenzó Sixto…


- Nunca les conté lo que le pasó a mi primo una vez, de noche, allá en Corrientes…- Soltó la frase para dar paso al relato, mientras esperaba la contestación de los otros.


- ¿Qué le pasó?- Interrogó el santiagueño.


- Les cuento, así pasamos un rato más, total mañana arrancamos tarde.- Mientras mojaba la garganta con un poco de caña.- Mi primo salió una tarde para el cementerio, iba a visitar a mi tía, pobrecita… Que se había muerto hacia dos años ya. El loco ni miró el cartel de la entrada, que decía la hora a la que cerraban. Se metió y arrancó pa´l fondo, ahí enterraban a los que hacía no tanto que se habían cambiado al otro barrio.


- ¿Qué?¿No se te ha entendido eso del otro barrio?- Preguntó Felipe.


- ¡A los que se han muerto chango! Pero este dice que se cambiaron de barrio, como que se fueron de su casa al cementerio.- Aclaró el santiagueño mientras se reían de Felipe y esperaban que siga Sixto el cuento.


- Bueno. Se fue para las últimas tumbas casi, dejó las flores y eso, y cuando volvía vio la puerta de entrada cerrada. El tonto no había visto que cerraban a las siete, ni se enteró que cuando entró ya estaban por cerrar. Y no había nadie para abrirle, así que, antes de que oscureciera más, se fue costeando por la pared buscando algún lugar para trepar y saltarla ¡Porque era altísima! Y en eso, ve a una mujer, paradita cerca de la pared, más adelante. Fue y le preguntó cómo iban a salir de ahí, si sabía qué hacer porque la veía muy tranquila y estaban encerrados. Y la señora le dijo: “Tenés que salir así”, y atravesó la pared.


- ¡Uy! ¡Era un fantasma! – Exclamó Felipe, sarcásticamente, fingiendo sorpresa.


- Así como lo oís Felipito, así le pasó al primo mio.


- Esas historias pasan seguido che. Y hay gente que no cree nada de esas cosas.- Reflexionó Manuel.


- Seguro que sí, Manuel.- Agregó Sixto- Y hay gente que no quiere creer en nada de eso.


- ¡Yo no creo en nada de esas cosas!- Dijo Felipe mirando a la cara a todos, de manera un tanto desafiante.


- Yo tampoco creo mucho, pero hay que entender chango, que por ahí aunque a uno no le pase, esas cosas pueden pasarle a otro.- Dijo José, el santiagueño, que ya estaba tomando caña como los otros.


- ¿Qué quiere decir usted con eso José?- Preguntó, confundido, Felipe.


- Mire, yo le voy a contar también una de esas historias raras que pasó allá en mis pagos de Frías, en Santiago. Usted sabe, que dicen que allá en Frías le paso algo raro a un muchacho que era del pueblo. Había ido a bailar, y conoció a una chica en medio de la noche. Dicen que la notaba pálida. Casi igualita al color del vestido blanco que llevaba puesto. Bueno, le preguntó el nombre, Susana se llamaba, y conversaron muy poco, porque esta mujer no era de mucho hablar. Susana le dijo al chango que ya se tenía que ir, y él la acompañó hasta la casa, y en el camino, como la noche estaba media fresca, le prestó su campera a la tal Susana. Llegaron hasta la casa, se despidieron, ella entró y él se fue. En el camino se dio cuenta de que le había dejado la campera. Así que le iba a servir de excusa para verla al otro día.


- Yo ya la conozco a esa historia, santiagueño.- Interrumpió Felipe- Todos cuentan la misma, y no puede ser que en todos lados pase lo mismo, alguno miente, o todos.


- ¡Déjelo que cuente Felipito! Que yo no me la se.- Pidió Manuel.


- Bueno, y al otro día se fue para la casa de la Susana a pedirle la campera. Llegó y golpeó la puerta, y salió una señora bastante viejita. Le preguntó que quería, y el chango le dijo que si estaba la Susana. Dice que la mujer se puso rara y le preguntó de vuelta a quién buscaba. A Susana, le volvió a decir. Acá ya no hay ninguna Susana le dijo la mujer. El chango le dijo que sí, que el la había llevado a esa casa en la madrugada, que le había dado una campera y que venía a buscarla. No puede ser, le dijo la señora llorando, porque mi hija se murió hace ya 17 años…


El chango se quedó duro, dicen. Y le preguntó a la mujer que dónde estaba la hija, otra vez. En el cementerio le dije. Como el chango no le creía, la señora lo llevó a la tumba. Dicen que el chango se volvió loco, cuando la mujer en el cementerio señaló una tumba que era la de la hija. Porque miró para ahí y vio en la cruz que estaba su campera colgada…


- Es la misma, igualita que una que me contaron allá en Corrientes.- Dijo Felipe.- ¿Ven que son todas mentiras esas cosas?


- Yo no se Felipe, yo a esta historia solo la escuche una vez allá en Frías y no sabe el miedo que me dio. Un poco creo yo.- Le dijo el santiagueño.


- Pero usted Felipe no ha vivido nunca nada de eso.- Intervino Sixto.- A mi me pasó una vez que iba cruzando un puente caminando, y miré para el suelo y el piso se veía como con una alfombra roja y el fierro del puente parecía oro. Uno ahí se da cuenta que...- Sixto se calló de golpe y se sobresaltó, como todos, cuando escucho dos golpes fuertes en el otro extremo de la casilla de chapa, donde estaba la puerta.


Se quedaron todos callados y quietos, asustados por lo inesperado de aquel sonido y a las cuatro de la madrugada, sabiendo que cerca de su casilla no había nadie cerca. Las otras precarias viviendas de los paperos, estaban alejadas como a tres hectáreas, cerca de la entrada al campo.


- Vamos a ver, Manuel.- Dijo Felipe susurrando.-


- Pero te fijas vos, yo voy hasta la puerta nomás- Le aclaró Manuel.


Fueron hasta la puerta y Felipe abrió. Miró, pero no había nadie cerca. Entonces salió afuera para ver si había alguien del otro lado, y rodeó ese cúmulo de chapas heladas que era su casilla, mientras Manuel había salido afuera y esperaba a un costado de la puerta. Cuando Felipe, antes de volver hacia donde estaba el otro, miró hacia el medio del campo, vio algo que hizo poner su sangre más helada que el hierro mismo a la intemperie: Una figura humana con un vestido blanco que resaltaba en la oscuridad de aquel paisaje desierto, viendo que llevaba puesto un guante en una mano, blanco también, y que se alejaba caminando hacia lo más negro de aquella noche típica de llanura bonaerense en invierno.


El miedo que lo recorrió lo obligó a desviar la vista al suelo. Cuando miró nuevamente, ya no había nada.


- Estos me metieron ideas en la cabeza y ahora me las imagino. Seguro que ya tomé mucho.- Pensó para si mismo Felipe, con su corazón latiendo acelerado.


Volvió a la puerta y casi hablando al mismo tiempo que Manuel, que allí esperaba, dijo:


- Acabo de creer que estaba loco, por un momento lo pensé amigo.


- ¿Y andaba alguien por ahí?.- Preguntó Manuel. Y ocasionando un terror extremo, un miedo que recorrió a Felipe hasta lo más profundo, conmoviendo sus ideas y su mente, sin intención alguna, pero de una manera atroz, agregó.- Porque yo encontré esto.- Mostrando en su mano un objeto blanco, una tela trabajada, que era un guante de mujer…
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