Letras autónomas

Era una habitación muy pequeña, con pocas cosas. Había lugar sólo para lo que allí habían puesto. Y con fundamentos se podría decir que era y siempre será un lugar para que lo ocupe una sola persona, porque dos serían multitud.



Dos metros y medio por tres metros, esas dimensiones eran las del cubículo. En una de las paredes con mayor medida, se encontraba la puerta. Al ingresar, había, a la derecha una vieja cocina blanca, blanca en partes y en otras sin pintura, debido a la antigüedad. Seguido de esta, y ocupando ya todo ese costado de la habitación, estaba colocado un escritorio. Era pequeño, de haber sido más grande no hubiera podido estar allí. También estaba la silla, elemento fundamental de escritor; resulta muy dificultoso escribir estando de pie, al menos para quien intenta hacerlo bien.


El que ingresara vería frente a si, varias cajas amontonadas una sobre otra, no se que era lo que contenían. Y en la pared opuesta al escritorio y la cocina, la de la izquierda de quien entraba, había un ropero. De una madera similar al quebracho, desconozco si era hecho de ese árbol, pero al menos lo parecía. Tantas cosas aparentan y finalmente resultan no ser.


Todas esas cosas eran las que había en esa piecita. Ese era el cuarto donde Roque de la Peña escribía. Él era el único dueño, o el único que entraba y le daba un uso. Dos eran multitud.


Ese lugar era especial, por eso mereció tal descripción. Roque lo había hecho especial, dándole ese toque suyo, haciendo propio ese cuarto, él era en realidad el especial. Tenía cincuenta y seis años, y era abogado. Cabello y bigote ya con algunas canas, bastantes. Se la pasaba redactando sus cuentos, aunque él siempre confesó que no era un aficionado a la literatura. La vuelta al mundo en ochenta días, escuela de robinsones, infaltable el capitán Nemo, bastaban para darse cuenta que las novelas clásicas y , particularmente, Julio Verne, eran de su mayor predilección.


Había escrito muchos cuentos, una novela completa, y se encontraba en aquel entonces elaborando otra, de la que llevaba siete capítulos. Él decía que le costaba escribir, puntualmente se refería a su profesión de toda la vida como culpable de ello. Decía que por ser abogado no podía escribir de forma más suelta y fluida. Varias veces me dijo que los abogados suelen ser buenos con la palabra oralmente, pero que escribir bien muy pocos saben. Me expresó también, no recuerdo en qué ocasión, que para ser escritor era preferible no ser licenciado en derecho.


Aunque hablara así, Roque tenía talento. Entonces los hechos contradecían sus dichos. Era uno de los mejores abogados del país y obviamente le pagaban muy bien aquellos que lo contrataban. Escribía con mucha frecuencia desde que tenía 30 años. Y no era a otro, sino a él, a quien le habían ofrecido la publicación de sus cuentos. Era lo que decía que no podía ser: un abogado escritor.


Cerca del año 1993 estaba próximo a salir a la luz su primer libro de relatos breves. Él éxito en su profesión ya lo había conocido, ahora quería comenzar a experimentar lo mismo en esta otra fase de su vida.


Siempre iba a lo de su madre Ana María a visitarla, a ella y a su hermano Antonio, dos años menor que él. Doña Ana se alegraba cada día con la llegada de su hijo, estaba orgullosa de lo bien que le iba a su hijo. Recordaba cuando de pequeño estudiaba en ese pequeño cuartito, también se acordaba de los años de juventud del hijo pródigo en ese lugar, y ahora lo veía de grande escribiendo, casi todos los días.


Ese primero de junio, hizo lo mismo de siempre. Llegó a lo de su madre, tomó un té con ella y se fue a la piecita, se sentó junto al escritorio y se puso a escribir.


La historia parecía escribirse por si sola, como siempre, sólo había que pensarla un poco antes de hacerla, y todo quedaba escrito. Un hombre escribía en un pequeño escritorio ¿Acaso eso no repite mi historia? ¿Se escribe en presente?, pensaba. Escribía porque siempre le había gustado, era feliz. No todos son felices, se lee en otra línea de la historia, no hay felicidad para todos, está claro. Hay odio de unos hacia otros también en el relato.


Y sintió que lo vivía., que se repetía. El hombre en el escritorio, un papel y un lápiz. También una puerta que se abre detrás del escritor que ya no escribe, que se queda paralizado. Da igual, el que empuña el lápiz sabe que otro se atrevió a entrar con letras propias. La luz también ingresa desde el exterior de la habitación y muestra la sombra de lo que parece ser un hermano. Se distingue que viene con un arma en su mano, siempre siendo sombra.

El espacio es muy pequeño, todo está tan cerca. Pero hay dos personas alejadas por la envidia, los celos, aparece y se escribe el odio. Cuando el lápiz cae al suelo ya se oyó el disparo, y un hombre en un pequeño escritorio, tirado sobre él. Brota la sangre, todo es tan similar, la historia concuerda, se ve tan real. La sangre está en el papel, la historia ya está escrita.
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